Venezuela: un país de inmigrantes que ya no existe

Crecí a finales de los años sesenta y setenta en una Venezuela relativamente pacífica y próspera.

Mis padres eran inmigrantes que habían llegado al país sudamericano siendo niños con sus padres, huyendo de la Guerra Civil Española. No eran una minoría: la inmigración había estado en la sangre y la experiencia cotidiana de Venezuela durante décadas antes, y el flujo se intensificó después de la Segunda Guerra Mundial en Europa. Cientos de miles de inmigrantes europeos, caribeños, africanos, asiáticos y del Medio Oriente vinieron a mi país de nacimiento durante el siglo XX y así crecí junto a «extranjeros» con todo tipo de acentos, que hablaban una variedad de idiomas.

La calle donde crecí en Caracas fue un ejemplo de esto. Había italianos, portugueses, españoles de todas las regiones, alemanes, turcos, chinos, colombianos, chilenos, argentinos, cubanos, puertorriqueños, trinitarios y probablemente otros que nunca conocí.

Venezuela se convirtió en uno de los países con mayor diversidad étnica de América Latina cuando todos esos grupos se sumaron a los nativos y los descendientes de esclavos traídos más de un siglo atrás.

El país no era perfecto y sí, había racismo y desigualdad, pero la mayoría de los venezolanos aceptaban la diversidad como un hecho de la vida. Llamamos cariñosamente a los extranjeros musiú, una forma hispanizada de monsieur, es decir, alguien que vino de otro país.

Todo esto cambió radicalmente en los últimos años. Esa realidad fue reemplazada por una crisis económica, política y de inseguridad tan profunda que 3.4 millones de venezolanos se han ido del país, constituyendo hoy en día la movilización migrante más grande del hemisferio.

A febrero de 2019 según ACNUR, la agencia de las Naciones Unidas para Refugiados, países de América Latina y el Caribe han recibido 2.7millones de venezolanos. Colombia tiene el número más grande de refugiados y migrantes de Venezuela, con 1.1 millones. Perú 506 mil, Chile 288 mil, Ecuador 221 mil, Argentina 130 mil y Brasil 96 mil.

México y Centroamérica han recibido lo suyo, al igual que los Estados Unidos y España, entre otros países.

Las razones son evidentes: la hiperinflación, la escasez de alimentos y los altos niveles de violencia, en segundo lugar solamente a Honduras y El Salvador. El gobierno de Venezuela ha sido incapaz de atacar esta crisis, y públicamente continúa culpando a presuntas sanciones estadounidenses que no existieron realmente hasta hace poco más de un mes.

Mientras leo los informes, veo videos y hablo con mis amigos —los pocos que todavía están en Venezuela— me siento horrorizada y, sobre todo, sorprendida y triste de que un país que fue un faro de libertad y supervivencia para tantos durante tanto tiempo ahora es incapaz de sostener a su población.

Según las Naciones Unidas, la migración venezolana a nivel mundial creció un 110 por ciento desde 2015 y más del 900 por ciento a otros países de América Latina. Ahora son la nacionalidad número uno que solicita asilo en los Estados Unidos y en España.

Hay venezolanos que intentan cruzar a los Estados Unidos a lo largo de su frontera sur y, sorprendentemente, hay campamentos de migrantes de venezolanos a lo largo de la frontera con Brasil y Colombia y otros lugares de América Latina.

He vivido en los Estados Unidos desde mediados de los ochenta, cuando vine a Los Ángeles buscando una vida diferente y siguiendo a un novio que luego se convirtió en mi esposo. Trabajé como periodista en español y en otros medios y terminé convirtiéndome no solo en una inmigrante, sino en una periodista de inmigración, cubriendo las grandes migraciones de México y América Central a los Estados Unidos y el flujo y reflujo de la política y la ocasional xenofobia en mi país adoptivo.

No obstante, nunca esperé ver a mi gente de Venezuela en campamentos de migrantes, pidiendo asilo en masa o siendo tema de uno de mis artículos al respecto.

Hace pocos meses, antes de la crisis actual que tiene al gobierno de Nicolás Maduro contra la pared, este calificó a los migrantes venezolanos como «gente que creía en las promesas de la derecha, que disfrutaría de las comodidades de la vida en otros países, pero que terminan limpiando los baños, como esclavos y mendigos». Es una miserable forma de referirse a millones de venezolanos que se han ido porque no han visto una mejor opción.

Algunos que consideraba yo amigos progresistas me han dicho en los últimos días que lo que pasa en Venezuela «pasa en muchos otros sitios». Sin entrar más a fondo en el tema político del que ya he escrito y seguiré escribiendo en otros medios, quiero decirle a esos amigos que conozco bien los dramas de muchos de nuestros países: he cubierto a sus diásporas, algunas de sus guerras y su situación como refugiados.

Pero también debo decirles que no, que si ven las cifras de desplazados de mi país, se darán cuenta que estamos siendo testigos de una de las más grandes crisis humanitarias de América Latina en la era moderna. Y esto va más allá de política e ideología.

 

Pilar Marrero es periodista independiente y colaboradora de Ethnic Media Services. San Diego Tribune

 

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